Es noche cerrada, Luis duerme yo no, es imposible dormir a oscuras por completo, sumergido en unos hedores nauseabundos, con bichos que recorren mi cuerpo y que trato de apartar a manotazos.
Mis manos arden, húmedas de aplastar tantas sabandijas que prefiero no imaginar, y el olor que marea no se mitiga ni por un segundo.
Se escuchan gritos, ordenes, lamentos, carreras y finalmente algún alarido segado por un espeluznante barboteo y el golpe seco de un cuerpo que se derrumba.
Es imposible conciliar el sueño rodeado de semejante pesadilla, temiendo que en algún momento nos descubran agazapados y sumergidos entre la amalgama de cuerpos, objetos, alimañas, y otras criaturas que proliferan por doquier.
Si entran soldados nos haremos los muertos por lo que nos hemos embadurnado con todo tipo de desechos, sangre, polvo, suciedad y bichos aplastados contra nuestro cuerpo.
Tras horas de vigilia y de profundas arcadas, mi mente vaga con recuerdos de niñez que nunca antes había rememorado.
Imágenes de la España de los cuarenta inundan mis pensamientos y me recreo en ellas.
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Me crié en un mundo austero de posguerra donde carecíamos de todo.
España era un país pobre, hambriento, represivo, donde las libertades individuales o colectivas habían sido segadas o arrancadas de cuajo tras una larga guerra civil que enfrentó hermanos contra hermanos, vecinos, familias, amigos y acabó con mas de un millón de muertos en batalla y fuera de ella, asesinados, masacrados, enterrados anónima mente por ambos bandos en liza.
Una gran represión por parte de los vencedores, y la dictadura que se cobro decenas de miles de vidas.
No existía el derecho de huelga, reunión, asociación, ni por supuesto los partidos políticos.
La polícia "secreta", la secreta como se decía entonces, pedía la documentación en cualquier lugar, más aún cuando se viajaba en tren o autobús pues el control era exhaustivo y estricto.
La escasez era extrema, hasta el punto que se emitieron cartillas de racionamiento para los productos básicos acordes con el número de miembros de una misma familia.
Se iba a la tienda cuando llegaban noticias de que un producto había llegado, aceite, patatas, azúcar, harina, sal, o cualquier otro suministro vital para subsistir.
La carne era artículo de lujo, escaso, y el pescado no entraba a ser considerado como alimento pues la flota pesquera había desaparecido.
Dos nenas y un varón que era el niño de la mamá, esa era mi familia de niño, y aunque no había demasiados mimos, y se pasara francamente mal, el pequeño era quien recibía más cariño.
Cambio mi postura, me duele todo y pienso en aquellos pequeños, yo mismo y mis dos hermanas, en la realidad de entonces que no influía en esos pequeños, no se enteraban de nada, vivían la vida que viven los críos siempre propicios a jugar y a hacer travesuras.
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Salgo de mi duermevela sobresaltado por una luz que hace retroceder las tinieblas que nos rodean.
Alguien arrastra sus pies portando una linterna
y rebusca algo entre los muertos amontonados a la entrada del túnel, son varios y están moviendo los cuerpos, los arrastran, los registran, se escuchan palabrotas y gritos de júbilo cuando encuentran algo.
Están rebuscando entre el montón de cadáveres y se entretienen en actos horrendos que trato de adivinar.
Les arrancan los anillos de oro, cortan dedos o brazos, arrancan las cadenas del cuello, rebuscan entre las pertenencias esparcidas por el suelo y escuchamos maldiciones, gritos, juramentos, que duran casi media hora.
Oro, oro, es el metal preciado que van buscando cadáver tras cadáver, y no hay ningún escrúpulo para saquear a los muertos.
Luis está despierto, escucho su respiración, y aterrado como estoy no muevo un músculo de mi cuerpo, sigo petrificado y el espantoso dolor que siento no me hace tratar de acomodarme mejor, el terror me paraliza.
Es interminable, cuando acabará esta tortura me pregunto.
Se escuchan órdenes, y finalmente el resplandor se aleja con voces ahogadas que hablan del botín conseguido.
Luis está en guardia, le noto tenso pegado a mi, preparado para cualquier emergencia.
No hablamos, solo un susurro para comentar, se han ido, e inmediatamente escucho el sonido acompasado de su respiración.
Es increíble su facilidad para conciliar el sueño. En un segundo pasa de la vigilia al sueño, maravillosa juventud la suya que se adapta a todo.
Sin darme cuenta vuelvo a recordar mis años de niño en una España postrada por las consecuencias de la guerra civil.
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Se pasaba hambre de cualquier forma, con guerra, la segunda mundial, y después de ella.
Mucho peor cuando acabó la guerra en Europa, según me contaron después, pues España quedó aislada con un bloqueo internacional por haber apoyado tácitamente a los perdedores, las fuerzas alemanas y a su sangriento dictador.
No obstante para mis hermanas y yo mismo, la vida parecía grata, eramos niños al fin y al cabo y no conocíamos otra cosa, en casa no había casi de nada, no había teléfono, ni lavadora, tampoco nevera, ningún otro electrodoméstico que ayudara en las faenas domésticas.
Una radio de segunda mano, unos cuantos libros heredados de nuestro abuelo y nada más.
Algún tebeo viejo y sobado, y pipas de calabaza para matar el hambre permanente.
Pasábamos mucho frío, y nos asfixiábamos en verano, igual que todos, si queríamos refrescarnos teníamos el botijo y la fuente pública frente a nuestra calle.
Se dormía la siesta en verano y a jugar por la tarde.
La calle era nuestra escuela.
Vivíamos a las afueras de Madrid, en el barrio de Tetuan de las Victorias, y eramos unos privilegiados en relación con nuestros vecinos, mi padre trabajaba todo el día con dos empleos de oficina.
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Voy cayendo en un reconfortante sueño y los recuerdos de mi niñez se quedan atrás.
De alguna disparatada forma la escasez y miseria de ahora me trae a la memoria otra época de escaseces vivida hace muchos años.
gatufo
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